De nuevo recomendaciones de no viajar a la cordillera cantábrica, eso para nosotros es como eso de, a que no hay… Bueno no es así, aunque lo parece sabemos leer las informaciones meteorológicas y conocemos el terreno al que vamos.
Llegamos a Santibáñez de la Peña justo cuando empezaba a nevar y ya sabíamos que sería un día duro y las expectativas se estaban cumpliendo. Pero lo más importante es que sabíamos a la hora que no teníamos que estar allí.
Disfrutamos del sol a sabiendas de que iba a durar poco y vimos las cumbres que ni siquiera cuando nos acercamos a ellas volvimos a ver.
Cuando llegamos al refugio del Corral, a unos 1300 m. una nueva orillada nos castigaba con fuerza y aunque sólo eran los primeros avisos del temporal que venía ya se presentaba como algo grande.
Nosotros también íbamos preparados para lo que venía y no nos dejamos arrugar por cuatro copos de nieve.
Cuando abandonábamos el refugio entramos en el inframundo, ya no podíamos separarnos mucho para no perdernos de vista, la nieve borraba el horizonte.
La ruta empieza a ganar desnivel y con el tiempo así, la dureza se multiplica por un número ambiguo que guarda relación con la capacidad de sufrimiento personal de cada uno.
Nuestra actitud era totalmente positiva, cada tramo superado era una conquista y se celebraba como una cumbre.
A medida que ganamos altura apareció el enemigo que esperábamos, el fuerte viento que provocaba una cellisca infernal que nos obligaba a mirar al suelo durante mucho tiempo. Así perdimos el camino y nos comimos este repecho con escobas que fue mortal.
En la última vaguada nos refugiamos en una mancha de pinos para protegernos del viento y almorzar un poco para recuperar fuerzas.
La Navidad ya estaba allí y no habíamos traído polvorones. Siempre se olvida algo…
Con las fuerzas recuperadas continuamos subiendo a pesar de que cada metro que ganábamos, ganaba el viento un km por hora de velocidad y la nieve se volvía cada vez más dura en nuestras frías caras.
Llegaríamos a unos 1600 m. y la prudencia dijo basta, faltaban 400 m. de desnivel y cuanto más arriba más a merced del viento nos íbamos a encontrar. Llegando a la arista no creíamos que fuéramos capaces de seguir avanzando, así que ahí estuvo la cumbre de hoy…
A medida que bajábamos volvíamos al paraíso, sin estar a merced del viento el paisaje volvió a ser maravilloso y a cada instante nos alegrábamos de haber venido.
Para mí hay pocos placeres como pasear por un bosque recién nevado.
La nieve lo subraya todo…
Cuando volvimos al refugio se abrió otro claro en la tormenta, sonó la bocina y como los críos que somos salimos al recreo.
Quien no ha soñado alguna vez con comer en una mesa como esta.
O hacer el ángel…
Descendimos luego plenamente felices, totalmente embriagados en el placer de la contemplación.
Cada árbol es un monumento, nevado se convierte en obra de arte de la naturaleza.
Como seres digitales que somos tratamos de inmortalizar cada pequeño detalle, pero es nuestra memoria la que construye el puzle de las sensaciones que nos marcan de por vida.
Entramos a visitar lo poco que queda de la Abadía de San Román de Entrepeñas, que data de la edad media y como tantos monasterios murió con la desamortización.
Como todos los monasterios, está construido al lado de un arroyo que se surte de la fuente de San Román y les abastecía de agua.
Luego, ya tranquilos, porque sabíamos que la nevada grande que venía no nos pillaría por las carreteras, descendimos por el blanco camino disfrutando cada instante de este día que en general ha sido maravilloso.
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